miércoles, 17 de marzo de 2010

La sociedad laica y sus enemigos - Soledad Loaeza, Revista Nexos


La jerarquía católica ha decidido poner un “¡Hasta aquí!” a la sociedad moderna en México. No es su iniciativa, simplemente está cumpliendo con las instrucciones vaticanas que ordenan defender el “derecho a la vida” y el concepto tradicional de familia. Ha lanzado, en consecuencia, una ofensiva en la que no está sola, pues cuenta con el apoyo del gobierno federal, del PAN y “aunque a usted le sorprenda” del PRI.

Esta coalición disparatada parecería estar movida por un extraño cálculo de oportunidad política, pero sobre todo por el prejuicio de que la despenalización del aborto o el matrimonio entre personas del mismo sexo “repugnan” a la sociedad, el mismo que dictó al presidente Ávila Camacho la supresión de la escuela mixta en 1941 y, como bien sabemos, la dicha “repugnancia” no pudo resistir la ola de cambio social que trajo la posguerra.

No obstante que la ofensiva tradicionalista cuenta con patronos tan distinguidos, cabe preguntarse qué tan lejos puede llegar una política a contrapelo de la sociedad. Otras experiencias indican que el éxito de una campaña de esta naturaleza requiere del apoyo del Estado para imponerse, es decir, las autoridades religiosas por sí solas no tienen el alcance ni la capacidad para llevar a cabo un proyecto que va contra las pulsiones sociales que hoy en día están por la diversidad, por la tolerancia y por el respeto a los derechos individuales de mujeres y de hombres. Como ha quedado demostrado en Veracruz, estado en el que han sido encarceladas seis mujeres que abortaron y que han sido acusadas de homicidio, la Iglesia no puede hacer valer sus normas a menos de que tenga consigo el aparato coercitivo del Estado. ¡Pobre Iglesia es esta que necesita del aparato estatal para hacerse escuchar! El ejemplo veracruzano pone de relieve el carácter amenazante que para todos nosotros los ciudadanos reviste la alianza entre el Estado y la Iglesia.



Entiendo que para muchos la afirmación de que la sociedad mexicana es moderna es una afirmación contraintuitiva. Anclados en las imágenes acartonadas del pasado, se empeñan en afirmar que “los sentimientos del pueblo” están con obispos y arzobispos, párrocos, gobernadores y legisladores del PRI y del PAN. Sin embargo, hay que preguntarles a ellos si antes de adoptar una línea que podríamos llamar restauracionista, se han tomado el trabajo de reflexionar los cambios profundos que ha experimentado la sociedad en las últimas tres décadas. ¿De veras creen que las transformaciones en la esfera política, la liberalización, el florecimiento del pluralismo y del derecho a la diferencia, no han impactado los valores y los comportamientos sociales?

i lo creen, entonces niegan tres décadas de cambio social que transformaron en amplias franjas de la sociedad el conocimiento, las actitudes y los valores relativos a normas y jerarquías sociales, a la economía, a las instituciones políticas, a las creencias religiosas, a la familia y a los derechos de las mujeres. La encuesta mundial de valores que desde hace más de diez años realiza el profesor Ronald Inglehart de la Universidad de Michigan1 muestra que desde los años noventa en México la mayoría defiende lo que él llama el “síndrome de valores posmodernos”, esto es, la autonomía del individuo, y en general, las expresiones individuales y la diversidad. Los datos que nos ofrece en apoyo de esta afirmación contrastan vivamente con las imágenes estereotipadas de una sociedad tradicional que vegeta en un mundo de valores conservadores firmemente controlado por la Iglesia, y que rechaza el cambio en nombre de la religión o de la tradición.

Lo anterior significa que, no obstante las diferencias abismales que separan a México de los países industriales, nuestra sociedad se está moviendo en la misma dirección que estos últimos, que experimentan “el ascenso de nuevos valores y estilos de vida, así como mayor tolerancia a la diversidad étnica, cultural y sexual, y a la elección individual del tipo de vida que uno quiere construir”.2

Con base en la creencia de que la tradición cultural es un dato inalterable de la pobreza, se me dirá que en materia de valores sociales es insostenible la comparación entre países pobres y ricos. Sin embargo, la evolución reciente prueba que la pobreza y la desigualdad no obstaculizan el cambio cultural. En todo caso añaden complejidad a nuestra comprensión de una sociedad en la que la mitad de la población no satisface necesidades básicas de bienestar; por ejemplo, el síndrome de los valores posmodernos en México ha generado nuevas claves de diferenciación en el interior de la misma sociedad. La comprobación de esta hipótesis derribaría el presupuesto del que parten los líderes de la ofensiva conservadora: todos los mexicanos estamos por igual anclados en las tradiciones, y las minorías que pretendan escapar a ellas tendrán que disciplinarse a las creencias de una supuesta mayoría de tradicionalistas. ¿Debemos también suponer que a esta comunidad de tradicionalistas pertenece más de 80% de la población que ha sido bautizada? La realidad desmiente casi en automático este presupuesto.

La mayoría de los mexicanos se autoidentifica como católica. Es cierto que muchos son profundamente religiosos, pero también son muchos los que defienden la pluralidad religiosa, que un número creciente ha transferido su filiación a iglesias evangélicas o a otras denominaciones protestantes, y que es grande el número de los que defienden los valores de la sociedad secularizada, en primer lugar, la libertad de conciencia, y luego, la necesaria separación entre el Estado y la Iglesia, y entre lo público y lo privado.3

Como se dijo antes, los motores de este cambio son múltiples, desde la democratización hasta la apertura del país al exterior, pasando por el aumento de la escolaridad promedio de la población, y el incremento de la emigración a Estados Unidos. En 2004 casi dos millones de hogares en México, de un total de 22. El fenómeno migratorio ha puesto en contacto a millones de mexicanos con la cultura popular de Estados Unidos, que promueve el individualismo y, como se decía en los años sesenta, “un modo de vida libre”.

El cambio de valores es patente sobre todo en el estatus de las mujeres en la sociedad; por ejemplo, entre niños y niñas ya casi no hay diferencias de escolaridad: 7.6 años para ellos, 7 años para ellas; y entre 1990 y 2000 la proporción de mujeres de más de 25 años que había completado estudios superiores pasó de 1% a casi 7%, frente a 8% de los hombres. Entre 1970 y 2000 el porcentaje de mujeres que formaba parte de la población económicamente activa pasó de 19% a 31%; para enfrentar las crisis financieras de los años ochenta y noventa muchas mujeres casadas ingresaron al mercado de trabajo. Más en general, la creciente incorporación de las mujeres a las actividades productivas ha sido posible gracias a las políticas de planificación familiar, que gozan de amplia aceptación, al igual que la educación de las mujeres y su integración a las actividades productivas.

as mujeres han ganado confianza en sí mismas gracias a la educación, a su capacidad para obtener un ingreso independiente, y también al uso extendido de los métodos anticonceptivos que les han dado control sobre su cuerpo, y la posibilidad de planear su vida en función de sí mismas. En todos estos años la opinión de la Iglesia en cuanto al tamaño de la familia ha sido irrelevante; como lo ha sido su oposición a los anticonceptivos. Según una encuesta de Mitofsky de 2004, 79% de los mexicanos apoyaban la píldora, y 87% el uso del condón. La mayoría de las mujeres asociaba el matrimonio con el amor (47%), la pareja (22%) o el placer (9%). Sólo 3% lo asociaba con procreación y 2% con familia.

La ofensiva de la Iglesia contra la sociedad moderna no es más que un reflejo del dilema que le plantea el liberalismo: por una parte, la experiencia del siglo XX le ha mostrado que las dictaduras pueden haber sido sus aliadas, hasta que extendieron su control totalitario a la vida de la Iglesia; en cambio, un régimen político liberal es el que más le conviene para actuar y desarrollarse en la esfera que le compete, de manera autónoma y sin interferencia del Estado; pero, por otra parte, esa forma de gobierno promueve la existencia de una sociedad liberal que se le escapa. La iglesia católica querría tener la libertad que le garantiza el orden político liberal para ejercer su poder y su ministerio; pero limitar ese mismo orden político liberal para frenar la transformación social que induce.

En estos momentos la Iglesia en México cuenta con el apoyo del gobierno para atacar costumbres, creencias y comportamientos sociales que desaprueba. Mediante un cambio constitucional, el gobierno se propone una transformación de valores, porque la mayoría de las encuestas que se han levantado a propósito del matrimonio entre personas del mismo sexo indican que más de la mitad de la población está de acuerdo con una ley que norme esa posibilidad. No hay muchas probabilidades de que se materialice la intención de revertir la ley del Distrito Federal al respecto: es previsible una derrota del gobierno, y Dios sabe que una derrota es lo último que necesita el presidente Calderón en estos momentos. Pero si llegara a ocurrir, si efectivamente fuera declarado inconstitucional el matrimonio gay “o la ley para la interrupción del embarazo” estaríamos ante el triunfo del integrismo católico con el apoyo de la presidencia de la República. Entonces, el Estado mexicano habrá dejado de ser laico.

Batallas como la que ahora han emprendido la jerarquia católica, el gobierno de Felipe Calderón, el PRI y el PAN tienen un gran potencial destructivo. En 1979 la revolución iraní se lanzó contra todo lo que era occidental: daba la casualidad que todo eso también era moderno. Los mullahs se empeñaron en echar para atrás el reloj y obligar a mujeres y hombres a que se ciñeran a los códigos morales y de relación social del Islam. El costo fue muy elevado, tanto en términos personales como para el desarrollo de Irán que perdió mucho del capital de conocimiento y de los recursos humanos que había acumulado los años anteriores. Persépolis, la novela gráfica de Marjani Satrapi, es un relato autobiográfico de esa sorprendente y dolorosa experiencia de una sociedad que fue obligada a caminar como cangrejo, hacia atrás. La obra de Satrapi recoge las penas que causa la intolerancia, la enajenación de muchos de la vida social, y el empobrecimiento que acarrea el pensamiento único y la moral única que dictan autoridades político-religiosas, ciegas y sordas a las demandas de una sociedad que se le escapa sin remedio.

Trasladar la experiencia de Persépolis a México puede traer dos tipos de consecuencias: uno, que las leyes sean ignoradas simplemente porque entre sus disposiciones y la sociedad real hay un amplia brecha; dos, que surjan conflictos en el seno de la sociedad por la confrontación entre los defensores de la Iglesia y de sus tradiciones, y los partidarios del Estado laico, de la democracia, de las libertades individuales, de la diversidad y de la tolerancia.

Es posible que haya entre nosotros núcleos integristas, probablemente todos ellos anidados en León, Guanajuato, pero no todos somos de allá, ni de Guadalajara o de Querétaro. La existencia en nuestro país de una sociedad moderna, que rechaza la religión clerical del pasado, que defiende el derecho de las mujeres a decidir, y los derechos de las minorías sexuales, ha sido medida por la Encuesta Mundial de Valores. Sus resultados para México muestran que la sociedad se ha secularizado, que los valores religiosos han pasado a segundo lugar, y que la iglesia católica es sólo una institución entre muchas otras. ¿Eso es lo que se proponen cambiar? Si es así, lo más probable es que les ocurra lo que a la escuela segregada de Ávila Camacho, y que con la anulación de estas disposiciones, el próximo gobierno se anote la primera victoria de la reconquista.

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